lunes, 17 de diciembre de 2018

Hoja caduca

En octubre es lo que pasa,
se trata de hacerlo llevadero,
al final:
devorar veleros noctámbulos
con los párpados en llamas
y recoger las azucenas que crecieron
allí donde me respirabas,
es decir,
en el pecho;
luego llega noviembre
y el ocre en la tierra,
y yo atrapado en ámbar,
ni escribo, ni grito,
ni pataleo;
mudo y con los ojos tristes,
transido de ausencia,
todo el día.
Pegándome el alma a trozos,
barruntando, convencido,
que de esta me libraba.

Deshaciendo trenzas de ocho tientos.

lunes, 20 de agosto de 2018

Lumen coeli

De la mañana de verano
tranquila,
cuando bajo nubes leves
iba deshaciéndose el riachuelo,
saltando
entre pequeñas piedras romas,
salpicando agujas frescas,
insuflando vida
en los tobillos de las bañistas,
apenas muchachas
de risa limpia y sincera.

Y el sol colándose
grave
entre la umbra del pinar,
creando mosaicos cambiantes
en el informe y líquido lienzo,
móviles de papel celofán
para cunas sumergidas,
hechizo brillante,
belleza efímera,
espejismo que nace y muere
una y otra vez.

Así me encontré contigo,
tumbada en la frondosa hierba
meciéndote con la tenue brisa,
y vi que tu corazón era cristalino
y cálido
como aquella mañana,
como el vidrio recién templado,
y eras la risa de las chiquillas
jugando en la orilla,
y eras el artístico y dulce
reflejo del sol
en el agua.

Necesaria,
tejedora de destinos,
dueña del tiempo,
radiante.


Porque la luz también emana de las profundidades del alma.



miércoles, 15 de agosto de 2018

Testigo mudo

La fotografía me miraba, y no al revés. Tironeándome del pantalón y de la nostalgia, siendo yo tan dado a dejarme arrastrar a ese estado mental. Mirarme y volver a ver el mundo desde los ojos de un crío.

La instantánea de marras congeló el tiempo a principios de los noventa, en otra Granada distinta, con más árboles y menos zonas peatonales. O así lo recuerdo yo. En el retrato estoy sujetando un limón como si fuera un objeto de altísima complejidad en el balcón de la antigua casa de mi abuela y ella me mira desde arriba —de niño siempre me pareció de una altura indescriptible—, con ese gesto que sólo una abuela es capaz de articular cuando juega con sus nietos.

Mi abuela. Ella me trajo a estas líneas, imagino. Mi abuela me miraba desde la fotografía y no al revés. 

Siempre fue una mujer fuerte como un roble. Niña de la posguerra española, de la generación que pasó hambre y miedo. Los años de los cañones apostados en la Alhambra bombardeando el barrio del Albayzín. 
Le gustaba contarnos peripecias de su niñez, de cuando iba a por agua a la fuente del Avellano y tenía que tirar el cántaro y meter la cabeza en algún sótano porque sonaban las sirenas o aquella vez que la mandaron a por una hogaza de pan de trigo —que no de algarrobo como era habitual y ella en vez de completar el recado la repartió entre los chiquillos de la placeta de la Victoria. Las contaba y se reía a carcajadas todas las veces. Yo aún era muy pequeño para comprender el carácter necesario para que esas historias tan tristes nos parecieran divertidas y no percibiéramos el horror que había detrás.

Tenía esa sabiduría popular que ya no se encuentra. Conocía todos los refranes, todos los chascarrillos. También era una excelente cocinera (ahora me pregunto por qué no me senté con ella a escribir todas las recetas cuando aún las recordaba) y en su casa uno podía comer hasta el hartazgo.

Le daba miedo la tormenta, no soportaba los vientos fuertes ni el tronar de los relámpagos. Ya desde entonces me fascinaban esos contrastes en las personas e imaginaba una alta torre tambaleándose ante la tempestad, por alguna razón. 

Nos quería con todo su corazón, pero nunca fue de mostrarse en exceso. Nos lo hacía notar con pequeños gestos, detalles que hoy me mueven hasta la lágrima. Recuerdo una vez que vino a vernos a casa con un libro de ilustraciones de los grandes dinosaurios —ya que yo era un apasionado y gran conocedor de la materia, sabihondo desde chico—: "Niña, le he traído esto al Albertillo que sé que le gustan los lagartos esos", entonces se sentaba a mi lado y pretendía durante largo rato que encontraba harto interesante mi extensa narración sobre los pormenores del Cretácico inferior, que yo de eso, cátedra.

Eran otros tiempos más sencillos; me encantaba desayunar un vaso de leche sentado junto a mi hermana viendo David el Gnomo, salir a la calle y preguntarle a todo el mundo si quería ser mi amigo y revolcarme por la hierba.
Pero sobre todas las cosas me hacía feliz saber que era un niño.   
—¿Tú que quieres ser de mayor? 
—Yo no quiero ser mayor.

Todo esto era antes de que la vida lo inundara todo con su gravedad, antes de las pérdidas irreparables, antes de la pelota pinchada y de la vieja Barbie rota. Eran otros tiempos, ya ves.

Hoy podríamos repetir la fotografía con los mismos protagonistas aunque sería yo quien la mirase desde arriba esta vez. Y ya no me contaría historias, todas han dejado su cabeza y ahora viven en la mía.
No faltarían refranes, eso sí, mi abuela nunca podría olvidar sus refranes.

Se los sabía todos.

El tiempo es un maestro severo.

martes, 7 de agosto de 2018

Entropía

Recuerdo en altas temperaturas
como las de hoy,
cuando en otro plano existencial,
hace un par de vidas,
fuimos djinns del fuego,
genios ardientes enzarzados
en alto horno de arcilla,
dotándolo de su nombre,
de convección y propósito,
cocinando a fuego lento
el caldo primordial que nos sustenta.

Sudándonos el mar,
mi cuerpo se hacía líquido
y precipitándose en cascada
inundaba tus poros,
creaba corrientes y arrecifes,
gargantas y simas,
honda tierra y sal;
y tú nadabas en mí,
y eras la vida misma,
ahora una ninfa del agua
describiendo amplios círculos,
lamiendo el lecho,
alimentándote del limo,
abriéndote,
floreciendo.

Y yo me transformaba contigo
y ya no era ígneo duende
sino caballo salvaje al galope
dejando atrás montañas y valles,
piafando al pie del arroyo,
bebiendo de ti,
echando raíces;
y la tierra pulsaba gutural
al ritmo de latidos cavernosos,
así hasta dibujar el último risco
y la última hoja
del último árbol.

Y así disiparnos,
quedar como cuerpos celestes fríos,
hasta la muerte entrópica,
hasta el último susurro del aliento.



"mañana ojalá
pueda seguir bebiendo
el sudor de tu pecho."

Y todo lo demás es atrezo barato.


sábado, 4 de agosto de 2018

El amalgama

Baile de letras con silencios
y cierta pausa,
consecución disonante
de fonemas
a veces apresurados;
así es la palabra torpe,
corta,
redundancia vocal,
ruido,
peliagudo entuerto,
meliflua encriptación,
llave al reino de Oz.

Artilugios cuneiformes,
inventos, inventos,
inventos,
y así ad infinitum
hasta que no podamos,
de tanto entendernos,
entendernos más.

Si el baile de astros
no es suficiente,
si la energía no habla,
la centrípeta o la cinética,
si todo no está en su sitio,
si el baile de salón no alcanza.

Entonces escribe
en un papel radiactivo,
a la manera de los isótopos,
qué sé yo,
slcoejdygjeozjftje,
házmelo tragar,
háblame en plutonio,
y seguro te entiendo mejor.


Tanta palabra, tanta historia.
Si al final...

jueves, 2 de agosto de 2018

Del costumbrismo y otras afecciones

Si no fuera por ti, sería por mí,
en uno de esos días en que me da igual,
me despierto así, no sé,
por compensar, imagino,
las veces que lejos de esto, del hoy,
vivo en el contorno limítrofe que sabemos,
el de las flores y las pieles,
y busco la razón de todo gesto,
y no me aguanto;
como para pedirte que lo hagas tú.

Y esto casi siempre sucede por la tarde,
cuando el sol se va escondiendo
justo delante de mi ventana;
como ser testigo diariamente
de la muerte del yo que ha sido
y que nunca es suficiente.

Siempre nos quedará mañana,
un poeta no debería tener vistas al oeste.

Pero hoy me da igual,
es uno de esos días, ya ves,
que me duele, pero lejos,
jaqueca leve, de analgésico.

Me duele el mundo y me peleo
con la mediocridad que identifico,
la sopa blanda que alimenta
pero nunca es suficiente,
como el yo que ha sido,
que no sacia,
y que muere diariamente
delante de mi ventana.

Me dejo ir con indiferente pulso
y me dueles tú como de costumbre.

Las horas templadas me pasan
y todo es tan normal,
tan insoportable como yo
en un día como hoy.
Me desperté así,
no sé,
por compensar, imagino.

Igual mañana vuelvo a ser poeta,
si no me asomo al atardecer,
si le doy la espalda al sangrado,
al moribundo y regio astro,
que la vida ya me late bastante
sin el puñal anaranjado.

Igual mañana no miro allá enfrente,
al oeste,
y todo me vuelve a importar.

"Con la angustia veraniega 
que me aprieta la barriga.
Se me están sublevando las ganas."
P.D.: Y tenerte mal -o bien- acostumbrada.

martes, 31 de julio de 2018

Oda a la buena educación

Pero estamos tan bien educados,
tan bien.
Tuya es la tierra en mis manos
y la paz en mis ojos cansados,
como tuyas son
las huellas perennes.
¿Por qué me iba a importar
que me desgarres el alma?
Muérdeme donde sabes,
digiere el bocado
que al final sólo es carne;
sé que lo sientes tanto...
tanto, tanto,
que nada va a cambiar,
porque estoy tan bien educado,
eso también.
Así que tú llévate todo,
todo lo que no esté clavado a la piel,
¿por qué me iba a preocupar?
¿Acaso no es tuya la vida?,
que al final sólo es carne
y a nadie le va a importar
el daño colateral,
una mancha más en la calzada
o en la barra del bar.
Pero estamos tan bien educados...
que yo en mi diálogo interior
me debato en otras noticias,
otras tareas, otras dispersiones,
que el mundo está fatal,
¡y tú arranca el trozo!
y saquea, que la tierra es tuya;
no seré yo quien te diga
que a lo mejor alguno se duele
de tus nada premeditados,
absolutamente azarosos
y volátiles,
golpes de guadaña.

Pues se ha quedado buena tarde, tú.

Ecos tabernarios I

Como es menester, os dejo aquí una referencia de mis aportaciones al blog que llevo junto con mi querido Náufrago: La taberna del Perezoso.

Leed si gustáis.

Escritos hasta el 30/07/2018

continuará.

sábado, 28 de julio de 2018

Regocijo

Te pienso en un color entre rojo y naranja,
como de melocotón.
Te pienso en colores y nunca te nombro,
cuando hablo con ajenos y extraños,
con ese nombre tan tuyo
que nunca me dijo de ti;
secreto, oculto, innombrable.
En ese juego nuestro como de placeta,
el escondite o la rayuela,
a pocas casillas del cielo, a ratos,
luego una mala patada
nos mandaba la tiza al patio de enfrente
y vuelta a empezar,
la tarde echada por alto.

Jamás aburridos de volver a intentarlo,
demasiado atraídos por la luz,
insectos pterigotas dándole vueltas a la bombilla,
eternos, curiosos, expectantes, pacientes,
explorando laberintos con antorcha
cuando el Minotauro no miraba,
dibujando sombras chinas
de felinos y primates,
espectáculo circense sólo nuestro,
en la más hermética de las intimidades.

Te pienso de nuevo: pequeña,
menuda, despreocupada,
lejos del espejo, resuelta,
caminando en una tarde de noviembre
junto al río pisando hojas ocres
o yendo en bicicleta por el Pont Neuf,
cargada de pensamientos y algún libro
recomendado tal vez por mí.

Te recuerdo a veces
mirándome con otros ojos
más verdes, primerizos,
sorprendiendo algún gesto,
alguna palabra que dejaba caer,
y entonces yo te miraba también
sorprendido, como si fuese la primera vez.
En esos momentos se levantaba nuestro mundo,
nuestra casa, nuestra villa, nuestro cortijo,
allí donde sólo habitábamos tú y yo,
y en una plaquita de cerámica,
en la entrada, se podía leer: "Regocijo".


Hace ya mucho que te la debía.
Esta es tuya.

Fragmentos prestados


*

— Bueno, dale, decime.
— Es una novela…
— Ajá.
— En una novela no hace falta escribir la verdad, ni siquiera algo creíble...
— Sí... ¡No!, no, ¿cómo?, ¿qué no es creíble?
— ¡Ah! Benjamín… la parte esa cuando, cuando el tipo se va a Jujuy.
— Sí, ¿qué problema hay…?
— El tipo llorando como si fuera un desgarro,
— Sí, ¿y qué?
— y ella corriendo por el andén como sintiendo que se iba el amor de su vida
— Bueno…
— y tocándose las manos a través del vidrio como si fueran una sola persona,
— Pues sí...
— y ella llorando, como si supiera que le esperaba un destino de mediocridad y desamor, casi cayéndose en las vías, como queriendo gritar un amor que nunca se había animado a confesar.
— Sí, sí. Fue así… ¿o no fue así?
— …y si fue así… ¿por qué no me llevaste con vos?

El secreto de sus ojos - Juan José Campanella

**

Callar y quemarse es el castigo más grande que nos podemos echar encima. ¿De qué me sirvió a mí el orgullo y el no mirarte y el dejarte despierta noches y noches? ¡De nada! ¡Sirvió para echarme fuego encima! Porque tú crees que el tiempo cura y que las paredes tapan, y no es verdad, no es verdad. ¡Cuando las cosas llegan a los centros, no hay quien las arranque!

Bodas de sangre - Federico García Lorca

***

Siguiendo el hilo, completando el cuadro
con imágenes prestadas.

Viento y arena

De viento y arena al cielo,
siempre un efímero toque de mar,
y salitre y rocío por velo,
lo intangible del aire,
ella etérea,
él inmaterial.

La arena no sabe enraizar
y el viento no entiende de amores,
de copas, de flores, de esfuerzos baldíos,
de abrazos, de espadas, de hogares,
de penas mayores que traspasan
corazones y voluntades.

El viento y la arena,
vuela la una, flota y levita, grácil al son
que marca y aúlla, el otro al tronar,
y viajando y flotando ella,
posándose apenas en dedos de manos
que se abren como flores al sol,
como ojos mirando hacia dentro,
más allá del ceño,
camino a la garganta,
ahogando un grito feroz,
apenas el tacto,
casi llevándose la pena,
levemente limpiando los peros,
los momentos inoportunos,
el aburrimiento supino,
casi.

Tú eras el viento, y eras la arena,
y yo la mano detrás del cristal,
¡no llores, pobre mío!
¿no ves la escultura de sal?
¿no ves que el viento es calmo y amable?
¡no aprietes, no ahogues!
que ella sólo existe en libertad.


Así de irresponsable es la erosión.
PD: Si sólo han sido un par de años, no exageres.