miércoles, 15 de agosto de 2018

Testigo mudo

La fotografía me miraba, y no al revés. Tironeándome del pantalón y de la nostalgia, siendo yo tan dado a dejarme arrastrar a ese estado mental. Mirarme y volver a ver el mundo desde los ojos de un crío.

La instantánea de marras congeló el tiempo a principios de los noventa, en otra Granada distinta, con más árboles y menos zonas peatonales. O así lo recuerdo yo. En el retrato estoy sujetando un limón como si fuera un objeto de altísima complejidad en el balcón de la antigua casa de mi abuela y ella me mira desde arriba —de niño siempre me pareció de una altura indescriptible—, con ese gesto que sólo una abuela es capaz de articular cuando juega con sus nietos.

Mi abuela. Ella me trajo a estas líneas, imagino. Mi abuela me miraba desde la fotografía y no al revés. 

Siempre fue una mujer fuerte como un roble. Niña de la posguerra española, de la generación que pasó hambre y miedo. Los años de los cañones apostados en la Alhambra bombardeando el barrio del Albayzín. 
Le gustaba contarnos peripecias de su niñez, de cuando iba a por agua a la fuente del Avellano y tenía que tirar el cántaro y meter la cabeza en algún sótano porque sonaban las sirenas o aquella vez que la mandaron a por una hogaza de pan de trigo —que no de algarrobo como era habitual y ella en vez de completar el recado la repartió entre los chiquillos de la placeta de la Victoria. Las contaba y se reía a carcajadas todas las veces. Yo aún era muy pequeño para comprender el carácter necesario para que esas historias tan tristes nos parecieran divertidas y no percibiéramos el horror que había detrás.

Tenía esa sabiduría popular que ya no se encuentra. Conocía todos los refranes, todos los chascarrillos. También era una excelente cocinera (ahora me pregunto por qué no me senté con ella a escribir todas las recetas cuando aún las recordaba) y en su casa uno podía comer hasta el hartazgo.

Le daba miedo la tormenta, no soportaba los vientos fuertes ni el tronar de los relámpagos. Ya desde entonces me fascinaban esos contrastes en las personas e imaginaba una alta torre tambaleándose ante la tempestad, por alguna razón. 

Nos quería con todo su corazón, pero nunca fue de mostrarse en exceso. Nos lo hacía notar con pequeños gestos, detalles que hoy me mueven hasta la lágrima. Recuerdo una vez que vino a vernos a casa con un libro de ilustraciones de los grandes dinosaurios —ya que yo era un apasionado y gran conocedor de la materia, sabihondo desde chico—: "Niña, le he traído esto al Albertillo que sé que le gustan los lagartos esos", entonces se sentaba a mi lado y pretendía durante largo rato que encontraba harto interesante mi extensa narración sobre los pormenores del Cretácico inferior, que yo de eso, cátedra.

Eran otros tiempos más sencillos; me encantaba desayunar un vaso de leche sentado junto a mi hermana viendo David el Gnomo, salir a la calle y preguntarle a todo el mundo si quería ser mi amigo y revolcarme por la hierba.
Pero sobre todas las cosas me hacía feliz saber que era un niño.   
—¿Tú que quieres ser de mayor? 
—Yo no quiero ser mayor.

Todo esto era antes de que la vida lo inundara todo con su gravedad, antes de las pérdidas irreparables, antes de la pelota pinchada y de la vieja Barbie rota. Eran otros tiempos, ya ves.

Hoy podríamos repetir la fotografía con los mismos protagonistas aunque sería yo quien la mirase desde arriba esta vez. Y ya no me contaría historias, todas han dejado su cabeza y ahora viven en la mía.
No faltarían refranes, eso sí, mi abuela nunca podría olvidar sus refranes.

Se los sabía todos.

El tiempo es un maestro severo.

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