jueves, 20 de agosto de 2020

Desde la platea

Recuerdo no prestarte mucha atención cuando te vi por primera vez, como cualquier encuentro fugaz entre dos personas que pertenecen a mundos que no se tocan; encuentro del que, por otra parte, estoy bastante seguro, no conservas memoria alguna. La impronta que dejaste en mí fue la de muchacha más bien antipática -no te voy a engañar-, aunque he de admitir que bajo tus enérgicas maneras se adivinaba cierto atractivo, como de fuerza de la naturaleza, indómita, cambiante.
¿Cuánto tiempo pasó hasta que volvimos a vernos? No sabría decirlo con exactitud, aunque sí puedo señalar sin margen de error la primera vez que hablamos con cierto sentido de intimidad. Fue cuando llegó mi tormenta personal dejándome varado en una isla sin nombre y fuera del mundo, entonces viniste en mi busca a hablarme de tu naufragio, de tus miedos y tus anhelos. Que tuvieras la intuición de poder encontrar un recipiente adecuado en mí cuando apenas habíamos intercambiado algunas palabras de cortesía nunca dejará de sorprenderme.
A partir de ese día fuimos espuma efervescente contenida en un habitáculo cerrado, cubriendo todos los huecos del alma, sedientos de la compañía que sólo nosotros podíamos darnos, dañados como estábamos e incapaces de articularnos fuera de ese espacio tan nuestro que nos daba cobijo.
Hay tantas cosas que nunca te he dicho... Fueron tiempos en los que mi vida rápidamente pasó a orbitar en torno a ti, como absorbido por un trágico sentido de fascinación; hablaba a todas horas contigo, mis únicos planes eran para verte, para compartir un rato de música, de conversación filosófica existencialista o para sentarnos a la mesa en un almuerzo sencillo en casa.
Siempre mantuvimos un estricto y casi anómalo respeto físico hacia el otro, sabiéndonos mutilados emocionalmente, habiendo perdido la capacidad de amar me bebía yo las horas contigo como un lento y dulce veneno y te observaba desde la admiración tras el cristal de mi desapego hacia el mundo: atesoraba todas las palabras que brotaban de ese ingenioso y afilado intelecto, degustaba tus gestos nerviosos, tu mirada intensa tras escucharme decir algo que en aquel momento me parecía de tremenda trascendencia, incluso me sonreía por dentro cuando torcías la boca un segundo antes de postular alguna interesante teoría acerca de la gente como nosotros y el resto de la humanidad. Y entonces me detenía en la contemplación de tus labios un instante más, cuando el lenguaje verbal no nos llegaba y se instalaba un confortable silencio en la sala, entonces era consciente, observándome desde fuera, del escenario que habíamos construido para nuestras interacciones. Alguna vez, inmerso en uno de esos momentos llegué a preguntarme, divertido, qué gritos ahogados de sorpresa hubiera arrancado de la platea si al correr el telón, en lugar de mirar como un bobo la delicada armonía de tus facciones, te hubiera mordido los labios; a veces tenía esos impulsos de destrucción, ya sabes, de romper con lo que se esperaba de la escena, llevándome por delante el decorado preparado con meticulosa atención, con su atrezo y todo. Por supuesto nunca lo hice ni fui tan ingenuo como para darle importancia a esos -necesarios para mí- momentos de ensoñación en los que cerraba los ojos y me pensaba profundamente enamorado de ti, o esos otros días, por lo general soleados y llenos de alegría en los que frecuentemente reías con ganas y me parecía que eras tú la que me quería con toda el alma.
Era una relación la nuestra de constante medición de niveles, de repaso de papeles: «tú y yo somos esto y no cualquier otra cosa». Quizás nos teníamos un miedo atroz, en el fondo, aunque nos necesitásemos durante tan largo tiempo para lamernos las heridas y poder volver a volar libres. Nos comportábamos como verdaderos -y respetuosos- amigos, aunque nunca lo fuimos en realidad; éramos, en esencia, dos soledades hondas y rotas como surcos en la tierra que se sentían terriblemente bien en la soledad del otro: comprendidos, arropados y a salvo del aterrador exterior en una simbiótica sintonía demasiado sanadora para negarse a vivirla.
Lo que pronto fue claro para ambos es que, con el fin de hacernos esa compañía, tarde o temprano tendríamos que pagar el precio: dejarnos morir por envenenamiento o asesinarnos con apasionada crudeza. Así se nos iban las semanas, exprimiéndonos contra la funesta profecía. Y cuando finalmente llegó el momento, no hubo indulto alguno y en silencio me maté contigo con una comicidad apenas teatral. No negaré que anduve algún tiempo después perdido en mi isla sin nombre, atravesado por un duelo cuyo rostro desconocía ya que no estaba seguro de qué -o cuánto- era lo que había perdido que dolía con tanta intensidad.
Todo eso pasó, claro, los años lo acabaron enterrando como tienden a hacer con todo, dejándonos el recuerdo amortiguado de un tiempo lejano en el que fuimos. Aún en el momento presente tengo problemas para definirte, y es que sé -conozco, veo- que eres y que nuestras soledades siguen todavía vibrando a la misma frecuencia, como un reconocimiento silencioso del papel que sabemos cumplir para el otro.

Hoy andaba pensando, fíjate. en aquel primer encuentro vestida con tu sudadera gris -en el que, insisto, apenas te presté atención-, y tal vez, un buen día, en mitad de un impulso arrebatador de destrucción, te pierda el respeto y, entre lámparas rotas y alguna silla volcada, te muerda los labios. Por ver si aplaude alguien.


El crimen pasional también me valdría,
llegado el caso.
16:10 (I)
 

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