sábado, 1 de agosto de 2015

Capítulos perdidos

En el instante anterior a abrir los ojos, supo que algo irremediable había sucedido. Tendido como estaba, aturdido e incapaz de pensar con claridad, tuvo esa certeza. La rueca del destino ya había tejido el fatal desenlace.

Sonidos de sirenas golpeaban sus sienes y sus tímpanos. La neblina que era su vista solo le permitió distinguir figuras con paso nervioso a su alrededor. La cabeza le iba a explotar y estaba mareado. Una de las siluetas, delgada y menuda, se agachó junto a él.

-Oiga, ¿puede oírme? –preguntó la voz de mujer en tono amable pero apremiante-. 

-S…Sí –balbució-. ¿Qué ha… -comenzó a preguntar-.

-Tranquilícese, no intente hablar –le interrumpió la que a estas alturas dedujo que era la sanitaria-. Ha sufrido usted un accidente, le han atropellado.

Atropellado… Cuando comprendió la implicación de aquella palabra abrió los ojos como platos y tensó todos los músculos de la cara.

-¿Dónde está ella? Tengo que verla –dijo mientras hizo un intento inútil por incorporarse-.

-No se mueva, por favor –inquirió la mujer al tiempo que ejercía presión sobre los hombros con las palmas de las manos.

-No lo entiendes, tengo que verla, ¡necesito saber que está bien!

Un rictus sombrío se instaló en la cara de la mujer. Negó lentamente con la cabeza.

-Cuando llegamos, ya no había nada que pudiéramos hacer por ella –se limitó a decir-.

Él notó que la desesperación le trepaba por las entrañas y le rasgaba la garganta. Aquella angustia tomó el control de su ser, impidiéndole respirar. Dejó caer la cabeza a la derecha y vio un bulto cubierto por una sábana amarilla, que brillaba como el metal, en el suelo, a unos 10 metros. No recordaba en qué estación del año se encontraban, pero el poco viento que soplaba lo hacía a ras de suelo y era frío, casi cortante. Ahora que el torrente de pensamientos se agolpaba, se dio cuenta de que ni siquiera sabía dónde estaba, sólo existía esa fijación que le impedía apartar los ojos de aquel bulto. No podía respirar. Empezó a sentir que se desmayaba. Una racha de aire levantó una esquina del envoltorio metálico dejando a la vista un hermoso rostro con gesto tranquilo. Irónicamente tranquilo, como si el dolor fuera cosa de otros mundos. Aquello era una sombra en el instante anterior a convertirse en luz, la piel ya no era marfil sino ceniza y el pelo, negro como ala de cuervo. Uno de los sanitarios se percató y acudió con paso pesaroso a taparla de nuevo. 
Claro que para entonces los ojos que miraban desde el suelo estaban vacíos, él ya no estaba allí.





Final alternativo: en realidad sólo se trataba de un sueño.

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