Escribo los últimos versos
que florecen tardíos
en la ardua cosecha,
fueron lágrimas de tristeza,
el regadío.
Recogí el tierno fruto
que a su imagen fue a nacer
en la más hermosa flor
de todo el campo en derredor,
que ya nadie volverá a ver.
Pasa otra jornada,
en que el aire arremolinado
acaricia su perfume
y a lo lejos se presume
a un viajante embriagado.
Arrodillado gritando al cielo,
¡no la dejaré marchitar!,
le entregué mi ser aquel día,
alimentándome de penas y alegrías
veremos la vida pasar.
Así la siento crecer,
frágil, majestuosa, callada,
sufriendo sus inviernos,
obligados a bebernos
gota a gota el alma escarchada.
Irremediablemente,
compartimos el aliento
tú, aquella flor inmortal
y yo, escultor de estatuas de sal
en el jardín de mi pensamiento.
Y que tu tallo siga escribiendo en mi historia hasta el fin de los días...