Hay veces que la vida se transfigura en una estación, una estación donde encuentras viejos trenes que se marchan sin ti, también arriban vagones nuevos que prometen sorpresas y experiencias inolvidables e incluso algún que otro recuerdo oscuro que vaga fantasmagórico de andén en andén.
Cuando la vida es una estación, siempre hay gente que se marcha, personas que llegan y transeúntes que caminan erráticamente buscando un tren que nunca aparece debido a un retraso al parecer interminable.
Lo curioso de esta especie de estado vital es que nunca llego ni me voy, simplemente espero a los pasajeros de trenes entrantes, me despido de aquellos que se marchan a otro lugar con la esperanza de colmarse de nuevos conocimientos y costumbres; ignoro a los que se van sin avisar y lloro por aquellos que nunca más van a regresar.
En la estación espero y espero con una maleta repleta de mis pensamientos, espero el momento exacto para ser yo el que se aleje y así acercarme a otra estación, que siendo la misma es otra totalmente distinta. Es diferente porque cuando me bajo del vagón no espero, no miro a nadie, no hablo, no pienso; sencillamente arrastro mi equipaje, salgo de la estación y comienzo una vez más como si nada hubiera sucedido, todo sigue igual aunque el tiempo no se ha parado y me envuelve la sensación de haber desaparecido del mundo un instante eterno para más tarde volver a la rutina de siempre. En definitiva, volver a mi verdadero mundo, mi cotidianidad. Todo se asienta poco a poco y vuelven esos rituales que creía imprescindibles para vivir, esas pequeñas cosas que repito día tras día casi de manera instintiva y es entonces cuando recuerdo el paisaje en movimiento y el agradable traquetear del tren en marcha, es entonces cuando hago memoria y todos los recuerdos parecen estar a años luz como si nunca me hubiera movido de la estación anterior.
Así pues, parece que la vida es una sucesión de estaciones: unas abarrotadas, otras vacías y oscuras, algunas cálidas a la vez que efímeras e incluso hay estaciones nubladas y repletas de charcos de olvido. Estaciones donde pierdo trenes por miedo al lugar de destino o simplemente los dejo marchar por cobardía; estaciones en las que se esfuman vagones entre vapor y humo negro llevándose consigo recuerdos irremplazables de compañeros que ya no son más que pasajeros de ida, trenes que se alejan raudos dejando en el andén dudas y remordimientos. Estaciones de lágrimas nostálgicas por la despedida de un ferrocarril que debía marcharse sin saber bien porqué.
Una única estación en cambio constante. Pasajeros, maquinistas, equipajes…todos cambiantes; quizás sea yo lo único que permanece inmutable.
Cuando la vida es una estación, siempre hay gente que se marcha, personas que llegan y transeúntes que caminan erráticamente buscando un tren que nunca aparece debido a un retraso al parecer interminable.
Lo curioso de esta especie de estado vital es que nunca llego ni me voy, simplemente espero a los pasajeros de trenes entrantes, me despido de aquellos que se marchan a otro lugar con la esperanza de colmarse de nuevos conocimientos y costumbres; ignoro a los que se van sin avisar y lloro por aquellos que nunca más van a regresar.
En la estación espero y espero con una maleta repleta de mis pensamientos, espero el momento exacto para ser yo el que se aleje y así acercarme a otra estación, que siendo la misma es otra totalmente distinta. Es diferente porque cuando me bajo del vagón no espero, no miro a nadie, no hablo, no pienso; sencillamente arrastro mi equipaje, salgo de la estación y comienzo una vez más como si nada hubiera sucedido, todo sigue igual aunque el tiempo no se ha parado y me envuelve la sensación de haber desaparecido del mundo un instante eterno para más tarde volver a la rutina de siempre. En definitiva, volver a mi verdadero mundo, mi cotidianidad. Todo se asienta poco a poco y vuelven esos rituales que creía imprescindibles para vivir, esas pequeñas cosas que repito día tras día casi de manera instintiva y es entonces cuando recuerdo el paisaje en movimiento y el agradable traquetear del tren en marcha, es entonces cuando hago memoria y todos los recuerdos parecen estar a años luz como si nunca me hubiera movido de la estación anterior.
Así pues, parece que la vida es una sucesión de estaciones: unas abarrotadas, otras vacías y oscuras, algunas cálidas a la vez que efímeras e incluso hay estaciones nubladas y repletas de charcos de olvido. Estaciones donde pierdo trenes por miedo al lugar de destino o simplemente los dejo marchar por cobardía; estaciones en las que se esfuman vagones entre vapor y humo negro llevándose consigo recuerdos irremplazables de compañeros que ya no son más que pasajeros de ida, trenes que se alejan raudos dejando en el andén dudas y remordimientos. Estaciones de lágrimas nostálgicas por la despedida de un ferrocarril que debía marcharse sin saber bien porqué.
Una única estación en cambio constante. Pasajeros, maquinistas, equipajes…todos cambiantes; quizás sea yo lo único que permanece inmutable.
El Náufrago